lunes, abril 16, 2007

DERECHA ANACRÓNICA

Bitácora Republicana: la VI República Francesa
15 Abril 2007
Actualizado: 01:52 AM hora de Cd. Juárez

Porfirio Muñoz Ledo
Distrito Federal— No es indispensable escuchar a Giovanni Sartori para entender que uno de los efectos más ostensibles de la globalización es la crisis de la estatalidad. La revisión en profundidad de las ideas heredadas sobre el Estado-nación. En la formación de agrupaciones entre países se ha debido ajustar el concepto de soberanía y frente al avasallamiento de los poderes fácticos se vuelve imprescindible restaurar las potestades de la autoridad pública. La legitimidad de las instituciones políticas depende hoy tanto de su capacidad para representar a una sociedad cada vez más segmentada, como de su eficacia para generar respuestas en tiempos compatibles con la velocidad de los hechos.

Estamos lejos de aquel Leviatán que diseñara Hobbes como un aparato de relojería, antecesor de la robótica, construido por el hombre a semejanza propia. Pareciera que todos aquellos monstruos terrenales y prejuicios religiosos que ese ser invencible estaba destinado a derrotar han terminado por encadenarlo. No es entonces extraño que surjan por todas partes impulsos para la reinvención del Estado y se abra paso la “imaginación constitucional”. Que la revolución científica y tecnológica toque las puertas de la ciencia política.

Como consecuencia de la caída del muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética y la antigua Yugoslavia aparecieron en el escenario internacional 21 nuevos países, dotados apresuradamente con su propia definición constitucional. Tras de ese terremoto ha proseguido de modo incesante la búsqueda de andamiajes institucionales distintos. Tan sólo en la última década han visto la luz 19 nuevas constituciones y esa ola se extiende hacia América Latina a resultas del avance de la izquierda y de la inmensa distancia que separa desde siempre en nuestras comarcas las leyes escritas de las realidades étnicas y sociales.

En Bolivia ha entrado en funciones la Asamblea Constituyente, detenida por ahora ante los dilemas de la pluriculturalidad; frente a soluciones tajantes que podría decidir la mayoría y el terreno de los consensos que dejaría parcialmente satisfechos a todos los sectores. En el Ecuador, de cara al plebiscito del próximo domingo, el presidente Correa llama a transformaciones radicales y censura amistosamente a su colega Evo Morales, por “tratar de dialogar con gente que no quiere cambiar nada”. En Venezuela, Hugo Chávez se apresta a promover un nuevo arreglo constitucional que ensancharía los poderes del Estado y consagraría la reelección indefinida.

La sorpresa de la temporada la tenía reservada sin embargo la candidata socialista gala, Segolène Royal. A fin de desmarcarse nítidamente de sus adversarios, en las vísperas de la primera vuelta de una enconada batalla bosqueja el diseño de una Nueva República, a la que titula: la VI República Francesa. Ciertamente, dentro de los 100 puntos de la plataforma electoral que presentó en febrero, anunciaba ya reformas innovadoras de las instituciones públicas, pero lo que ahora está planteando es una “revolución democrática”. La ruptura no sólo con letra, sino con el espíritu y la práctica del actual sistema, al que considera “demasiado monárquico” e “insuficientemente ciudadano”.

El toque de alerta sobre la escasa representatividad del régimen francés acaeció cuando los electores rechazaron en referéndum el proyecto de Constitución Europea por clara mayoría; a pesar de la intensa campaña gubernamental en su favor y de que la Asamblea Nacional la hubiese aprobado con más de 80 por ciento de los votos. Numerosas críticas se han acumulado sobre el funcionamiento de las instituciones, surgidas de la tumultuosa llegada al poder de Charles de Gaulle en 1958; sin embargo parecía que la población se había acostumbrado a ellas, al punto que en los sondeos de opinión la reforma del Estado es apenas la preocupación número 12 de los ciudadanos.

Contra lo que se piensa, la Constitución vigente no era sólo un traje a la medida del general, sino que se reveló útil para otros protagonistas y distintas coyunturas. Algunas de las disposiciones que permiten al presidente desbloquear los procesos políticos mediante medidas de excepción nunca fueron aplicadas y, según la correlación de mayorías, el régimen tuvo diferentes modos de funcionamiento. Cuando el jefe de Estado gozaba de mayoría parlamentaria servía como un presidencialismo atenuado y cuando no la tenía, como un parlamentarismo temperado.

El proyecto actual, pergeñado en el congreso socialista de Mans de noviembre pasado, descansa sobre cuatro pilares: la democracia parlamentaria, la democracia social, la democracia participativa y la democracia territorial. Corresponde a una visión contemporánea de las relaciones entre el Estado y la sociedad y, más allá de las motivaciones estrictamente locales, compendia preocupaciones de carácter universal y resulta indicativo para otras reformas en curso. Coincide, debo decirlo, con no pocas de las propuestas que hemos lanzado en México desde 1989.
Se trata en primer término de desacralizar la figura presidencial y hacerla más cercana a los ciudadanos. Sin restarle áreas reservadas de gobierno, lo priva de facultades excepcionales y otorga al parlamento mejores instrumentos para controlar al Ejecutivo. Hiere a los caudillismos políticos omnipresentes al prohibir la acumulación de los mandatos e introduce elementos proporcionales en el sistema electoral a fin de garantizar la representación de las minorías. Democratiza la conformación del Senado y le retira el veto en materia constitucional.

Sus innovaciones más destacadas están dirigidas al incremento de la participación ciudadana. Conquistadas desde hace tiempo las modalidades de la democracia directa, ahora se propone la iniciativa popular en los procesos legislativos, la erección de jurados populares, la definición y supervisión de los presupuestos por las colectividades locales y la intervención de residentes extranjeros en las elecciones municipales. Plantea además la introducción de una Carta de la Laicidad en la Constitución y el establecimiento de una Alta Autoridad republicana que asegure la pluralidad de los medios de comunicación y sea garante del derecho a la información.

A más de los cambios institucionales orientados a la descentralización del poder público y a la instauración de una óptica regional del desarrollo, se propone la ampliación de competencias del “diálogo social”. Se trataría de sistematizar la concertación y la negociación previa entre los actores económicos y sindicales en el nivel de la empresa, de la localidad, del sector y de la nación, para emprender reformas sociales y aumentar la competitividad. Mediante ese procedimiento se elevaría el salario mínimo a mil 500 euros: ¡22 mil 400 pesos mensuales!

A contraluz, se nos comunica ayer en el Senado de la República la resistencia del partido en el gobierno para iniciar siquiera las modificaciones constitucionales que salvarían, en los próximos comicios, el enorme déficit de legitimidad política que padecemos. Sin ellas, la proyectada reforma del Estado sería poco menos que una burla. Resulta inverosímil la burbuja de anacronismo en que se agazapa nuestra derecha. Están cerrando, tal vez sin percatarse, los caminos sensatos del cambio.

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