La Jornada
Octavio Rodríguez Araujo
A 30 años de la reforma política
El 1 de abril de hace 30 años, en la ciudad de Chilpancingo, Guerrero, Jesús Reyes Heroles padre (JRH) anunció la reforma política de López Portillo, en realidad una reforma electoral. La selección de esa ciudad para el anuncio no fue una casualidad: era la capital del estado de la Federación donde había surgido, años atrás, el mayor número de movimientos campesinos, incluso armados (Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas, entre otros), opositores al gobierno y al régimen político.
La intención del gobierno de esa época, en la lógica de la nefasta Alianza para la Producción, que seguía los lineamientos del Fondo Monetario Internacional, era la institucionalización de la oposición vista deliberadamente como lucha ideológica para poder omitir la realidad subyacente caracterizada por la lucha de clases que, previsiblemente, se agudizaría por las políticas sociales y económicas sugeridas también por los miembros de la Comisión Trilateral fundada en 1973.
La idea de presentar a la oposición como un problema de ideologías diferentes se basaba en un supuesto tramposo: que el país estaba dividido en "mayorías y minorías", siendo éstas -en el discurso oficial- las que se expresaban ideológicamente en contra del sistema prevaleciente legitimado por el voto mayoritario que recibía el Partido Revolucionario Institucional para sus candidatos, incluido el aspirante a la Presidencia de la República. Y con esta lógica alambicada, que no sutil, no sólo se hacía desaparecer la lucha de clases, sino que el gobierno se presentaba como la mayoría y como la parte bondadosa del poder dominante que le tendía la mano a la oposición para que tuviera canales de expresión y de representación institucionales en lugar de vivir en la marginación política "como minorías ideológicas".
La institucionalización de la oposición quería decir la conducción de la inconformidad y del enfrentamiento de clases por la vía de la legalidad y de la aceptación de la representación política como formas privilegiadas de hacer política. JRH, en su discurso de clausura de las comparecencias públicas realizadas para conocer las opiniones de expertos y de partidos, lo dijo con claridad: "De esta manera lograremos un reiterado ideal de nuestra historia: que la sociedad esté más en sus instituciones".
En este punto operó una dialéctica compleja y, ¿por qué no decirlo?, muy difícil de entender por quienes tienden a ver la realidad en términos binarios (cero y uno) y maniqueos (bueno y malo). Por un lado la reforma de 1977 sirvió para que las agrupaciones y los partidos políticos de oposición se institucionalizaran y, por otro lado, para que esa oposición, que ciertamente era marginal en muchos aspectos, ganara presencia, creciera, y poco a poco pudiera demostrar que podía ser alternativa al dominio priísta que, en esos tiempos, era total... o casi.
Para la oposición verdadera de entonces (y no la ficticia como el Partido Popular Socialista y el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana) su ingreso en la institucionalización le significó ganar en ciertos aspectos y perder en otros. Ganó en presencia y perdió en firmeza ideológica; y al entrar en la lógica electoral terminó por adecuarse a ella para lograr espacios de competencia con los partidos mayoritarios o por no lograr convencer y acabar sin registro. En otros términos, la extrema izquierda desapareció del espectro electoral y la extrema derecha de clase media (no la pobre que militaba en el sinarquismo) se coló en el Partido Acción Nacional apoderándose de éste gracias en parte a Vicente Fox y a su esposa cuando ocuparon la Presidencia del país.
Aun así, la reforma política de hace 30 años fue el inicio de un proceso que en otros países se había abierto desde principios del siglo XX, es decir, a la competencia de partidos políticos por los cargos de elección y el fin de la dominación y hegemonía de un solo partido que controlaba, en México, casi todo. Esa reforma fue la puerta de entrada para otras reformas, incluyendo la fundación de un instituto que debiera ser autónomo para administrar el proceso electoral en su conjunto y quitarle al gobierno en turno (formalmente hablando) ese control. Lamentablemente, en la práctica las cosas no funcionan como debieran, pues las personas que participan en las instituciones suelen tener debilidades e intereses y así no hay reforma que sirva.
A casi 30 años (en 2006) de aquella apertura democrática -porque fue democrática en muchos sentidos-, el PAN en el poder terminó haciendo lo mismo que los priístas y lo que tanto criticaba cuando estaba en la oposición. Pero la culpa de esta repetición de vicios e ilegalidades realizados por los panistas no fue de las reformas políticas, de aquélla y las siguientes, sino de los ambiciosos y corruptos que han hecho del poder su patrimonio.
No diré que la reforma política de 1977 fue el punto de partida inobjetable para la transición a la democracia en México, que aún no se realiza como quisiéramos, pero sí que fue la puerta para una serie de transformaciones que terminaron con muchos obstáculos para el ejercicio de ciertas libertades que antes no teníamos
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