La Jornada
Panistas provocadores, priístas chillones
Arnaldo Córdova
El espectáculo que panistas y priístas están dando al país ha divertido a propios y a extraños y nos ha hecho ver cuál es el verdadero calibre del trato entre las fuerzas políticas dominantes entre nosotros. No es algo sólo para la anécdota, porque se trata de un partido que está gobernando y de otro que nos gobernó durante más de setenta años. Se supone que son pesos completos y las diatribas y los diretes entre ellos nos muestran su real catadura, aparte de enseñarnos a qué nivel nos encontramos en materia de debate político nacional y de seriedad en el análisis.
En una alianza estratégica que lleva ya un tiempo, los panistas han aprendido mucho acerca de las debilidades de los priístas y, curiosamente, los priístas parecen haber aprendido a temer la fuerza disuasiva de los panistas. Pareciera tratarse de un auténtico trastocamiento de la historia y, en efecto, de eso se trata. Para explicárselo no hay más remedio que recurrir, justamente, a la historia. No hace mucho, Manuel Bartlett afirmaba que Salinas tuvo la gran oportunidad de llevar a cabo grandes reformas estructurales que dieran al país un nuevo rumbo; en lugar de eso, dijo, prefirió aliarse con los panistas.
Entre el PRI y el PAN ha habido desde entonces una alianza estratégica que, evidentemente, fue planteada e instrumentada por Salinas. El virtual desastre en el que estuvo a punto de caer el poder priísta en las elecciones de 1988 le hizo pensar que ya no era posible ejercer el poder en exclusiva y tendría que compartirlo con quien o quienes estuvieran más cercanos a su proyecto político, que era privatizador y globalizador. El PAN era esa fuerza y la propuesta se hizo formalmente. El ascenso de ese partido en la ruta hacia el poder del Estado fue, desde entonces, en auge. Su líder, Luis H. Álvarez, lo postuló en los editoriales de La Nación. De partido de oposición, decía, el PAN pasaba a ser un partido con una responsabilidad de poder público, un partido “gobernante”.
Fue un misterio lo que el panista quería decir. De pronto, la gubernatura de un estado como Baja California que el oficialismo priísta había mantenido como un coto cerrado de poder y, además, emblemático, pasó a manos del blanquiazul. Las votaciones del PAN se dispararon y la influencia política de ese partido subió como la espuma. Muchos pensaron que en las elecciones presidenciales de 1994 el candidato panista podía triunfar. Pero fue en esa ocasión cuando pudo verse funcionar en pleno la nueva alianza histórica. En la recta final, Fernández de Cevallos se hizo el occiso y dejó de aparecer en público. Muchos panistas se pasmaron.
En el 2000 tal vez una inmensa mayoría de priístas no entendió cómo se había dado la arrolladora victoria del PAN en las elecciones presidenciales y la tranquilidad con la que Zedillo, su presidente, entregaba el poder a Fox. Muchos se dijeron traicionados y entonces pudo verse también que los priístas enterados del contenido de la alianza entre el viejo partido dominante y el nuevo partido hegemónico eran muy pocos, sólo una cúpula que entendía qué había que hacer, cuál era el acuerdo, cuál su nuevo status en el círculo central del poder y, desde luego, sus derechos en el seno de esa alianza. Desde entonces empezaron a perfilarse nombres señeros: Beltrones, Gamboa (hasta entonces un politiquillo de segunda) y unos cuántos más, a los que luego se les irían agregando los nuevos valores del viejo partido, los gobernadores.
De repente, el PAN se encontró dominando sin oposición la política nacional. Pudo verse, siendo nueva su dominación, que alrededor suyo proliferaba una enorme constelación de intereses de lo más disímbolo, políticos, empresariales, eclesiásticos, regionales y que todos aparecían en un bloque compacto que permitía al más estúpido de los presidentes que hemos tenido, gobernar a sus anchas, sin que nadie le pudiera impedir llevar a cabo sus más ridículas determinaciones. Era la nueva Alianza, dentro de la cual, lo descubrieron los priístas, ellos eran sólo una más de las fuerzas dominantes. En eso, Salinas fue previsor: ya no habría fuerzas partidarias aliadas en el gobierno de la nación, sino las fuerzas que de verdad cuentan, las que poseen el poder económico.
Los priístas, desde 2000, no han hecho otra cosa que negociar y renegociar reacomodos en las esferas de poder. Sus gobernadores fueron los primeros beneficiarios, pero su nuevo poder los fue haciendo crecientemente autónomos y autosuficientes, al grado de que ahora ellos se alían con quien mejor les parece y, a veces, en contra de su misma dirigencia nacional. De tal suerte que el viejo partido, lejos de mantener su antigua cohesión, se ha venido debilitando como fuerza nacional y hoy aparece sólo como una confederación de poderes feudales, a los que los gobiernos panistas, por su lado, alimentan muy convenientemente.
Aun cuando han sido mayoría en las cámaras del Congreso, los priístas, desde 2000, sólo han sido comparsas en el ejercicio del poder de la derecha que hoy tiene su emblema en el PAN. Los panistas se han vuelto más reaccionarios y conservadores y los priístas, para no perder totalmente el poder, se han convertido en desvergonzados derechistas que ya ni de lejos se identifican con sus antiguos idearios. Están en retirada y sus posibles triunfos electorales son meros espejismos que han llamado a los panistas a apretarles las tuercas, posiblemente, para que no se crean tanto. Los panistas saben que en los más recientes debates nacionales los priístas no han sido tan solidarios como se esperaba y, desde el poder, les están advirtiendo que ahora son sólo oposición.
Casi no tienen importancia los pleitos que hoy se dan entre ambos aliados. Los panistas tal vez saben que los priístas, por mucho que se digan ofendidos, volverán al redil y seguirán comportándose como lo que ahora son, unos derechistas que no tienen ya para dónde hacerse. Los priístas se engallaron con las encuestas electorales. Los panistas les están diciendo que tienen una alianza a la que deben fidelidad y, además, que ellos son los que hoy tienen el poder del Estado nacional y que, además, pueden muy bien maicear a sus gobernadores y hacerlos coincidir con el poder de la derecha. Admitir, como lo hizo Beltrones, que les están haciendo lo que le hicieron a López Obrador en 2006, es una confesión de su contubernio en la gran intriga de ese año y en el fraude en el que naufragó nuestra endeble democracia. Si no han aprendido a gobernar, los panistas hoy saben para qué sirve el poder del Estado.
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