La Jornada
Nuestros fracasos
Gustavo Esteva
Hace poco más de 50 años se criticó públicamente el apoyo que el presidente Truman prestaba a la dictadura feroz de Somoza en Nicaragua. Se dice que respondió: “Es cierto que es un hijo de puta. Pero es nuestro hijo de puta…”
Pegar la etiqueta “Estado fallido” a México, el pasado diciembre, no fue una finta irresponsable del régimen agónico del presidente Bush. Refleja un estado de ánimo que tiene fundamento en la realidad. Como se ha examinado con rigor en estas páginas, la noción “Estado fallido” es insostenible, pero hay razones de peso en quienes recurrieron a esa etiqueta equívoca. Son razones compartidas por muchos mexicanos.
Estados Unidos no tiene en la actualidad ni la capacidad ni la voluntad imperial que antes tenía. En política internacional, su desafío actual consiste en encontrar formas dignas y apropiadas de abandonar sus ejercicios imperiales, no en ampliarlos. Además, dirige actualmente ese país un personaje notable, entre otras muchas cosas por su lucidez, competencia y sensibilidad políticas. Por todas esas circunstancias, tiene fundamento la hipótesis de que su abierto respaldo a Felipe Calderón se debe a que conoce bien tanto su falta de legitimidad como su incompetencia, no a que las ignora. El gesto, además, corresponde a necesidades de política interna y seguridad nacional de Estados Unidos, no a descuido o vocación injerencista.
En su momento, el presidente Reagan señaló que Estados Unidos había perdido control de su frontera sur. Era cierto desde entonces. Se trataba ya de una línea porosa, incapaz de contener o siquiera detectar el flujo en ambos sentidos de cosas y personas. Pero el asunto tenía otra jerarquía, no sólo porque era anterior a la “amenaza terrorista” y a la violencia que actualmente abarca una amplia zona a ambos lados de la frontera, sino porque no existía la decisión real de reducir la migración.
La situación es hoy radicalmente distinta. El número de mexicanos en Estados Unidos no es la amenaza cultural que percibió Huntington, pero tampoco es irrelevante. Forman ya parte significativa de la realidad política y social de ese país. Y el desgobierno mexicano, una de las razones principales de la corriente migratoria y el factor principal de la violencia actual, se ha convertido en asunto de política interna para Estados Unidos.
El Estado no es sino un conjunto de instituciones. El Estado no “falla”, pero sus instituciones pueden funcionar mal. Esto se debe, habitualmente, a problemas de gestión. Una administración incompetente, corrupta o las dos cosas puede arruinarlas. Las administraciones panistas, que se quisieron ver como remedio a los desastres de las del PRI, han resultado aún peores. Es ahora motivo de vergüenza nacional que haya quienes sientan añoranza por aquéllos.
Pero no se trata sólo de mala gestión. Las instituciones mismas están fracasando: producen lo contrario de lo que pretenden. Es la hora de cambiarlas. No basta ya cambiar a los operadores del aparato. Hace falta desmantelarlo y reorganizar la sociedad desde su base, para dotarnos de estructuras e instituciones que correspondan a las necesidades y aspiraciones actuales de los mexicanos.
El caso más evidente de contraproductividad es el de las instituciones supuestamente dedicadas a la seguridad. El monopolio de la violencia legítima se estableció para que el Estado pudiera cumplir la principal de sus obligaciones: proteger a los ciudadanos. Esta configuración planteaba un alto precio. Como señaló con claridad Hobbes: Protego ergo obligo. La protección exigía que los ciudadanos aceptaran restricciones y controles impuestos por el Estado en nombre de la seguridad. Por ese resquicio se colaron toda suerte de opresiones y distorsiones en la vida social y política de las sociedades modernas.
La función de la policía y el ejército se ha invertido. En vez de proteger a los ciudadanos, cuya inseguridad aumenta, los aparatos de seguridad se dedican a espiar y controlar a los ciudadanos para proteger de ellos a los gobernantes y a las instituciones.
En vez de las garantías individuales, que protegen constitucionalmente a los ciudadanos de los excesos del Estado, reina ahora la impunidad, reconocida con cinismo hasta por la Suprema Corte. Se brindan ahora garantías institucionales a quienes desde posiciones de poder político usan y abusan sus facultades y medios públicos contra los ciudadanos. Esta impunidad se mantiene con abierta participación de los tres poderes constituidos y de los llamados poderes fácticos.
Esto no es simplemente asunto de gestión ni se contrae al caso mexicano y abarca todas las instituciones del Estado.
En vez de convertir el patriotismo en superstición, concentrándolo en la defensa de instituciones obsoletas y contraproductivas, es preciso hacer frente con entereza al desafío real: cómo deshacernos de ellas.
gustavoesteva@gmail.com
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