Entorno derechista
La derecha mexicana ha tenido suficiente tiempo para enredar sus tentáculos en todas las instituciones de la República. Cobijada en el modelo económico neoliberal, se encaramó sobre todo el ámbito productivo y social. Ha gozado de cuantos privilegios ha requerido para formar el denso entramado que hoy asfixia al país. Bien puede decirse que, bajo su égida, no hay institución que sea ajena a sus designios. Los últimos 30 años de gobiernos afines le han sido suficientes para enraizarse hasta en parte sustantiva de la cultura nacional. Hoy domina por completo a los tres Poderes de la Unión. Todas las gubernaturas, con excepción del Distrito Federal, son cotos distinguidos de su pastoreo. Los tres partidos mayores y la pedacería restante también han caído bajo su tutela, con pequeñas excepciones a esta regla. Las fuerzas armadas, al menos sus cuerpos de mando, le son afines. Las iglesias, en especial la católica, le responden hasta con gratitud ante cada solicitud de apoyo y benevolencia.
Mostrar sorpresa, desilusión o alarma por la conducta institucional pervertida en sus fines y propósitos equivale a desviar la mirada con precaria inocencia. La misma Suprema Corte de Justicia (SCJN) rara vez hace coincidir sus dictámenes de arbitro supremo con las expectativas populares. Es cotidiana su incidencia en responder tanto a los intereses del poder como con sus posturas ideológicas y menos, mucho menos, con la ciudadanía que busca justicia y orientación. El accionar del Banco de México es un agente señero de la derecha más acuartelada. Por eso cuidan con esmero el déficit público y todo lo demás queda subordinado a él. Cómo se podría explicar el consciente deterioro de Pemex si no es para trasladar el negocio petrolero a las trasnacionales, socios mayores de la plutocracia local. La reciente votación, en congresos estatales y la SCJN, sobre el momento de la concepción como determinante de la persona concuerda, a pie juntillas, con las posturas de una Iglesia anclada en el Medioevo. Cómo entender la pretensión de Televisa de promover un candidato desde hace seis años, imponerlo a los priístas, y aspirar a situarlo en la silla presidencial, sin que haya un solo reclamo del IFE o del TEPJF. Menos se entienden los privilegios fiscales para el capital y las empresas mayores que las llevan a no pagar impuestos.
La manera tan sui géneris en que se ha deformado el diseño de pesos, grupos y contrapesos ha terminado por desvirtuar la ansiada democracia. Esta aspiración, que lleva ya más de un siglo persiguiéndose con ahínco, hoy padece varios estigmas que la atan de manera férrea. El principal quizá sea el haber desviado la esencia de su propósito: servir al desarrollo y bienestar del ciudadano. En México no son los individuos los que deciden sus destinos. Tampoco los que gozan de lo que han creado. Un grupúsculo de plutócratas allá, bien arriba en las alturas, ha formado un cónclave oligárquico que succiona casi toda la riqueza y las oportunidades sin que haya el justo reparto ansiado. Este padecimiento, es cierto, no es privativo de los mexicanos. Casi todos los pueblos de la Tierra han levantado estructuras parecidas y aún peores. Pero ello no es consuelo y, menos aún, destino obligado su prolongación. Se pueden escoger rutas alternas, tal como en otros países están ensayando en pos de su liberación.
Encontrar los resquicios que permitan iniciar el desmantelamiento de tan feroz y bien arraigada estructura de sometimiento no es empresa simple, tampoco instantánea, menos fácil. Requiere, en primer término, del empuje decidido de buena parte del pueblo, la mayoritaria. Esa porción que ha hecho consciente tal necesidad. De ahí que su movilización sea inherente al proceso regenerador. Pero es indispensable que se actúe organizadamente, desde mero abajo. La fuerza transformadora no podrá devenir desde las cúspides; actuaría contra sus acariciados intereses. Introducir balances en pos de un reparto equitativo del poder, la riqueza y las oportunidades es el núcleo de atracción, el impulso indispensable para la reconstrucción. Las palancas para la acción son varias. Ganar el poder central de la República es el primer escalón, pero la tarea posterior es de largo aliento, penosa, plagada de peligros y retos por enfrentar con entereza y fidelidad a la causa. Conservar el espíritu constructivo y de servicio hacia los demás es el deber de aquellos sobre quienes recaiga la orientación y el liderazgo del movimiento.
Bajo el rigor de la derecha, en Iberoamérica, México ha quedado aislado de las corrientes que han comenzado la ruta emancipadora moderna. Brasil, Argentina, Venezuela, Ecuador, Bolivia están encontrando sus propios caminos y medios. Colombia, Centroamérica o Chile no pueden ser los aliados que alleguen alternativas y apoyos para canalizar las propias fuerzas, que son vastas. La subordinación de las élites políticas, económicas, religiosas, militares al norte exige, ya, un replanteamiento equitativo y que apunte al desarrollo mutuo. El próximo año presentará la ocasión que andan buscando las fuerzas progresistas para iniciar el recorrido. Lo consiguieron a medias en el pasado (1988 y 2006). Para esta ocasión tienen la madurez suficiente para visualizar, con claridad, los cómos y con qué ensayar el despegue.
Los tiempos son de reclamo, de cambios, aunque se pretenda la continuidad a toda costa. En Europa y Estados Unidos se ha desatado una efervescencia popular (los excluidos, los indignados, el 99%, se llaman a sí mismos) que está cuestionando las bases mismas del modelo capitalista, guiado por una rala élite financiera, autoritaria y sin límites en su codicia. Son impulsos populares similares a los que pululan por México desde hace ya varios años. Descontento que no ha salido en forma organizada y masiva, pero que, sin duda, se extiende por todos los confines del país.